Me llama mucho la atención la cobertura sobre las elecciones presidenciales en los Estados Unidos desde diferentes plataformas: los noticieros, los programas de revista, los periódicos, algunas personas a la hora de la comida y cualquier persona que se aventure a dar su opinión sobre ese respecto.
Entiendo que no es un mero morbo como en su momento lo fue la presunta responsabilidad de Gloria Trevi o Diego Santoy en sus respectivos procesos penales.
En esta ocasión la preocupación va desde la disparidad del peso con el dólar, el futuro de la industria maquiladora y la automotriz, el eventual retiro de las tropas en Irak, el regreso de millones de compatriotas que no encuentran siquiera los trabajos peor pagados, hasta el rompimiento de paradigmas en relación a si un afroamericano ocupará la Presidencia, o si una mujer tomará la Vicepresidencia.
Lo que me llama la atención sobre todo este fenómeno político, racial, sexista, económico, militar, migratorio y cualquier otro adjetivo que se me escape de momento, es ni más ni menos que la preocupación sobre las consecuencias de una decisión ajena.
Así es: Una decisión ajena.
El argumento es que el desenlace de esa decisión colectiva de los estadounidenses tendrá un impacto directo sobre nuestras vidas en los diversos ámbitos aquí señalados, por mencionar algunos.
¿Y qué hay del impacto directo del desenlace de nuestras propias decisiones?
¿Dejaremos que otros se preocupen?
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